miércoles, 3 de agosto de 2011

ENCARGO PARA CLASE 2

Relacionar visualmente algunos de los aspectos estéticos de los fragmentos fílmicos anteriormente revisados.
Reflexionar sobre la relación que se establecerá entre las referencias escogidas y el relato a trabajar (en términos compositivos).
Presentar en al menos 3 láminas formato doble carta horizontal, apoyada de texto e imágenes de referencia  sobre la reflexión..

EL INVENTO KILIMANJARO - RAY BRADBURY

 Llegué en el camión la mañana muy temprano. Ha­bía conducido toda la noche, pues no había podido dormir en el motel, y entonces pensé que bien podía seguir viaje y llegué a las montañas y colinas cerca de Ketchum y Sun Valley justo cuando salía el sol y me alegré de haber pasado el tiempo conduciendo.
Llegué hasta el pueblo mismo sin echar siquiera una mirada a ninguna de las colinas. Tenía miedo de mirar y equivocarme. Era muy importante no mirar la tumba. Por lo menos yo lo sentía así. Y tenía que seguir ese presentimiento.
Estacioné el camión frente a una vieja taberna y di una vuelta por el pueblo y hablé con unas pocas personas y respiré el aire que era dulce y claro. Encontré a un joven cazador pero no era ése; lo supe después de hablar con él unos minutos. Encontré a un hombre muy viejo, pero no resultó mejor. Después me topé con un cazador de unos cincuenta años y di en la tecla, porque supo o sintió todo lo que yo andaba buscando.
Le pagué una cerveza y charlamos de una cantidad de cosas, y le pagué otra y llevé la conversación a lo que yo había ido a hacer allí y por qué quería hablarle. Estuvimos callados durante un rato y esperé, sin mostrar impaciencia, a que el cazador, por su cuenta, sacara a relucir el pasado, hablara de otros tiempos, de tres años atrás, y de ir hacia Sun Valley en ese momento o en otro, y de lo que había visto y sabido sobre un hombre que alguna vez había estado sentado y había bebido una cerveza conversando de caza o de ir a cazar más lejos.
Y al final, mirando la pared como si fuera la carretera y las montañas, el cazador tomó aliento y se mostró dispuesto a hablar.
–Aquel viejo –dijo la tranquila voz–. Ah, aquel viejo en el camino. Ah, aquel pobre viejo.
Yo esperaba.
–No pude ganarle a aquel viejo en el camino –dijo, mirando ahora el vaso.
Bebí algo más de cerveza, no me sentía bien, me sentía yo mismo muy viejo y muy cansado.
Como el silencio se prolongaba, saqué un mapa local y lo extendí sobre la mesa de madera. El bar estaba tranquilo. Era media mañana y estábamos absolutamente solos.
–¿Aquí es donde lo vio más a menudo? –le pre­gunté.
El cazador tocó el mapa tres veces.
–Solía verlo caminando por aquí. Y por allá. Después cruzaba por aquí. Pobre viejo. Yo quería decirle que no se saliera del camino. No quería ofenderlo ni insul­tarlo. A un hombre como ése uno no le habla de cami­nos, porque puede ofenderse. Si algo lo ofende, es eso. Usted se da cuenta de que son cosas de él, y no le hace caso. Ah, pero al final estaba viejo.
–Así es –dije, y doblé el mapa y me lo metí en el bolsillo.
–¿Usted es otro de esos periodistas? –dijo el cazador.
–No de ésos, precisamente.
–No quise meterlo en el mismo saco.
–No necesita pedir disculpas. Digamos que yo era uno de sus lectores.
–Ah, tenía muchos lectores, toda clase de lectores. Hasta yo. No toco un libro de un otoño hasta el otro. Pero los de él sí. Creo que lo que más me gustó fueron los cuentos de Michigan. Sobre pesca. Creo que los cuen­tos de pesca son buenos. Creo que nadie escribió nunca de esa manera sobre pesca y quizá nadie volverá a escri­bir. Claro, lo de las corridas de toros también está bien. Pero es un poco lejano. Algunos de los vaqueros los aprecian; se han pasado toda la vida con los animales. Un toro de aquí, un toro de allá, sospecho que da lo mismo. Conozco a un vaquero que leyó lo de los toros en los cuentos españoles del viejo como cuarenta veces. Supongo que no podía ir allá a torear.
–Creo que todos hemos pensado –dije–por lo me­nos una vez en la vida, cuando éramos jóvenes, que  podíamos ir allá, después de leer lo de los toros en los cuentos españoles, que podíamos ir allá a torear. O por lo menos arrimar el hombro en la corrida, desde la mañana temprano, con un buen trago esperando al final y la mejor de las chicas conocidas durante todo el largo fin de semana.
Me detuve. Me reí en silencio. Porque mi voz, sin darme cuenta, había tomado el ritmo de la manera de decir del cazador, ya le saliera de la boca o de la mano. Sacudí la cabeza y me callé.
–¿Ya ha subido a ver la tumba? –preguntó el caza­dor, como si supiera que yo contestaría que sí. –No.
Eso le sorprendió de veras. Trató de que no se le notara.
–Todos suben a ver la tumba –dijo. –Yo no.
Se exploró la cabeza buscando una manera cortés de preguntar.
–Quiero decir... –dijo–, ¿por qué no? –Porque no es la tumba verdadera. –Ninguna tumba es verdadera si vamos al caso. –No. Hay tumbas verdaderas y tumbas que no lo son, así como para morir hay el buen momento y el mal momento.
El hombre asintió. Yo había vuelto a algo que él sabía, o por lo menos entendió que era cierto.
–Claro, he conocido hombres –dijo–que se murie­ron justo en el momento perfecto. Uno se daba cuenta, sí, de que así era. Conocí a un hombre que estaba sentado a la mesa esperando la comida, mientras la mu­jer se atareaba en la cocina; cuando ella llegó con un gran plato de sopa, el hombre estaba allí sentado a la mesa, muerto y limpio. Para ella estuvo mal, pero, me digo, ¿no fue bueno para él? Ni enfermedad, ni nada, sentado allí esperando la comida y sin saber si había llegado o no. Como otro amigo. Tenía un perro viejo. Catorce años. El perro se quedó ciego, estaba cansado. Al final mi amigo decide llevar al perro al estanque y acabar con él. Carga al viejo perro ciego en el asiento delantero del coche. El perro le lame la mano una vez. El hombre se siente muy mal. Va hacia el estanque. En el camino, sin un ruido, el perro se va, se muere en el asiento delantero, como si supiera y sabiendo, eligiera la mejor manera; justo estira la pata y listo. ¿Es lo que usted quiere decir, no es cierto?
Asentí.
–Y entonces piensa que esa tumba en la colina no está bien para un hombre como él, ¿no es cierto?
–Eso mismo –dije.
–¿Usted cree que hay toda clase de tumbas a lo largo del camino para cada uno de nosotros?
–Puede ser –dije.
–¿Y que si de alguna manera pudiéramos ver toda nuestra vida, elegiríamos mejor? Al final, mirando hacia atrás –dijo el cazador–, diríamos, "diablos, ése era el año y el lugar, no el otro año y el otro lugar sino ese año, ese lugar". ¿Diríamos eso?
–Puesto que tenemos que elegir o nos vemos obligados al fin, sí.
–Es una linda idea –dijo el cazador–. ¿Pero a cuántos de nosotros se nos ocurre esa sensatez? La ma­yoría no tenemos bastante juicio como para abandonar la fiesta cuando todavía corre la cerveza. Nos plantamos ahí.
–Nos plantamos ahí y qué vergüenza.
Pedimos más cerveza.
El cazador bebió la mitad del vaso y se enjugó la boca.
–Entonces ¿qué se puede hacer con las tumbas que no están bien? –dijo.
–Tratarlas como si no existieran. Y tal vez desaparez­can, como un mal sueño.
El cazador lanzó una sola carcajada, una especie de grito desamparado.
–Cristo, usted está loco. Pero me gusta escuchar a los locos. Cuente algo más.
–Eso es todo –dije.
–¿Es usted la Resurrección y la Vida? –dijo el cazador.
–No.
–¿Me va a decir que Lázaro volvió?
–No.
–¿Y entonces qué?
–Lo único que quiero, ya bien avanzado el día, es elegir el lugar justo, el tiempo justo, la tumba justa.
–Tómese eso –dijo el cazador–. Lo necesita. ¿Quién diablos lo mandó?
–Yo. Y algunos amigos. Tiramos a suertes para ele­gir uno entre diez. Compramos ese camión que está en la calle y crucé el país. En el camino cacé y pesqué bas­tante, para ponerme bien a tono. Estuve en Cuba el año pasado, en España el verano anterior, en África el otro verano. Tengo mucho en que pensar. Por eso me eli­gieron a mí.
–Pero para hacer qué, para hacer qué diablos –dijo el cazador, apremiante, con cierta vehemencia, sacudien­do la cabeza–. Usted no puede hacer nada. Todo está terminado.
–La mayor parte. Venga.
Caminé hacia la puerta. El cazador seguía sentado. Al final, mirándome la cara encendida por la conversación, gruñó, se puso de pie, echó a andar y salió conmigo.
Señalé la curva. Miramos juntos el camión estacionado allí.
–Ya los he visto –dijo–. Un camión así, en una película. ¿No cazan el rinoceronte con un camión así? ¿Y leones y cosas por el estilo? ¿O por lo menos no via­jan en eso por África?
–Tiene buena memoria.
–No hay leones por aquí –dijo–. Ni rinocerontes, ni búfalos acuáticos, ni nada.
–¿Ah? –pregunté.
No me contestó.
Seguí caminando y llegué al camión abierto.
–¿Usted sabe qué es esto?
–A partir de ahora cierro la boca –dijo el cazador–. ¿Qué es?
Golpeé el paragolpes largo rato.
–Una Máquina del Tiempo –dije.
El hombre abrió los ojos, luego los entornó y tomó un trago de la cerveza que llevaba en una de las manazas. Asintió.
–Una Máquina del Tiempo –repetí.
–Le he oído –dijo.
Dio la vuelta alrededor del camión para safaris y se quedó en la calle mirándolo. A mí no me miraba. Dio una vuelta completa al camión y se paró en la curva y miró la tapa del tanque de gasolina.
–¿Qué kilometraje?
–Todavía no lo sé.
–No sabe nada.
–Este es el primer viaje. No lo sabré hasta que termine.
–¿Qué clase de combustible le pone a un cachivache como éste? –dijo.
Me callé.
–¿Qué clase de cosa le pone? –preguntó.
Podía haber dicho: Lecturas tarde en la noche, mu­chas noches de lecturas a lo largo de los años casi hasta la mañana, lecturas en las montañas, en la nieve, o a mediodía en Pamplona, o junto a los arroyos o en un bote, en algún lugar de la costa de Florida. O pude haber dicho: Todos metimos mano en esta Máquina, todos pensamos en ella y la compramos y la tocamos y depositamos en ella nuestro amor y nuestro recuerdo de lo que fueron para nosotros las palabras de ese hom­bre hace veinte, veinticinco, treinta años. Hay un mon­tón de vida, de recuerdos, de amor depositados aquí, y eso es la gasolina y el combustible o como usted quiera llamarle: la lluvia en París, el sol en Madrid, la nieve en los altos Alpes, el humo de las pistolas en el Tirol, el resplandor de la Corriente del Golfo, la explosión de las bombas o las explosiones de los peces voladores, eso es la gasolina y el combustible y lo que va aquí. Debería ha­berlo dicho; lo pensé, y no dije nada.
El cazador debió de haberme olfateado el pensamiento, pues me miró de soslayo, y ayudado por el poder telepá­tico de tantos años en el bosque, rumió lo que yo pensaba.
Entonces echó a andar e hizo una cosa inesperada. Se estiró y... tocó... mi Máquina.
Apoyó en ella la mano y la dejó allí, como sintiendo la vida, y aprobando lo que sentía debajo de la mano. Se quedó así largo rato.
Después se volvió sin decir una palabra, sin mirarme, y regresó al bar y se sentó a beber solo, de espaldas a la puerta.
Yo no quería romper el silencio. Parecía un buen momento para ir, para intentar.
Subí al vehículo y puse en marcha el motor.
¿Qué tipo de kilometraje? ¿Qué clase de combustible? Pensé. Y arranqué.
Seguí por el camino sin mirar ni a derecha ni a iz­quierda y anduve algo así como una hora, primero en una dirección y después en otra, parte del tiempo con los ojos cerrados segundos enteros, con la posibilidad de salirme del camino y lastimarme o matarme.
Y entonces, justo antes de mediodía, con las nubes tapando el sol, supe de pronto que estaba muy bien.
Miré a la colina y casi grito.
La tumba había desaparecido.
Bajé a un pequeño hueco justo entonces y arriba en el camino, vagabundeando a pie, había un viejo con un pesado pulóver.
Disminuí la velocidad del camión safari hasta ponerlo al ritmo de su marcha. Vi que usaba anteojos de arma­zón metálico y durante largo rato avanzamos juntos, cada uno ignorando al otro hasta que lo llamé por su nombre.
Vaciló y después siguió caminando.
Lo alcancé y le dije de nuevo:
–Papá.
Se detuvo y esperó.
Frené y me quedé en el asiento delantero.
–Papá –dije.
Se acercó y se detuvo cerca de la puerta.
–¿Lo conozco?
–No. Pero yo sí lo conozco a usted.
Me miró a los ojos y me estudió la cara y la boca.
–Sí. Creo que sí.
–Lo vi en la carretera. Creo que seguimos el mismo camino. ¿Quiere que lo lleve?
–Está bien para caminar a esta hora del día. Gracias.
–Permítame que le diga a dónde voy.
Había echado a andar pero ahora se detuvo y sin mirarme dijo:
–¿Dónde?
–Es un largo camino.
–Parece largo por la forma en que lo dice. ¿No puede acortarlo?
–No. Un largo camino. Unos dos mil seiscientos días, día más día menos, y media tarde.
Volvió y miró el camión.
¿Tan lejos va?
–Tan lejos.
–¿En qué dirección? ¿Adelante?
–¿No quiere ir adelante?
Miró el cielo.
–No sé. No estoy seguro.
–No es adelante –dije–. Es hacia atrás.
Los ojos del viejo cambiaron de color. Fue un cambio sutil, una trasmutación, como un hombre que saliera de debajo de la sombra de un árbol a la luz, un día nublado.
–Hacia atrás.
–Algo así como unos dos mil trescientos días, más la mitad de uno, hora más hora menos, póngalo o quítele un minuto, regatee un segundo.
–Mire que habla usted.
–Es algo compulsivo.
–Ha de ser un escritor de porquería. Hasta ahora nunca he conocido a un escritor que fuera un buen con­versador.
–Es mi albatros.
–¿Hacia atrás? –sopesó las palabras.
–Voy a dar vuelta con el camión –dije–. Y me vuel­vo camino abajo.
–¿No kilómetros sino días?
–No kilómetros sino días.
–¿Este es el tipo de camión?
–Así es como los hacen.
–¿Entonces usted es el inventor?
–Un lector que a veces inventa.
–Si el camión funciona, es algún camión que usted consiguió allá.
–A sus órdenes.
–Y cuando llegue a donde va –dijo el viejo, ponien­do su mano en la puerta e inclinándose, y entonces al ver lo que había hecho, sacando la mano e irguiéndose para hablarme–, ¿dónde estará?
–Enero 10 de 1954.
–Toda una fecha –dijo.
–Lo es, lo fue. Puede ser más que una fecha.
Sin moverse, los ojos del hombre dieron otro paso hacia una luz más intensa.
–¿Y dónde estará usted ese día?
–En África –dije.
El viejo guardó silencio. La boca no se le movió. Los ojos no le cambiaron.
–No lejos de Nairobi –dije.
Asintió una vez, lentamente.
–África, no lejos de Nairobi.
Esperé.
–¿Y cuando lleguemos allí, si vamos? –dijo el viejo.
–Lo dejo a usted allí.
–¿Y entonces?
–Eso es todo.
–¿Eso es todo?
–Para siempre –dije.
El viejo aspiró aire, lo dejó salir y dejó correr la mano por el borde del estribo.
–Este camión –dijo–en algún punto del camino, ¿se convierte en un aeroplano?
–No sé.
–¿En algún punto del camino usted se convierte en mi piloto?
–Puede ser. Nunca lo he hecho hasta ahora.
–¿Pero está dispuesto a probar?
Asentí.
–¿Por qué? –dijo, y se inclinó y me miró directa­mente a la cara con una intensidad terrible, con una apacible vehemencia–, ¿por qué?
Viejo, pensé, no te puedo decir por qué, no me lo preguntes.
El hombre se retiró, dándose cuenta de que había ido demasiado lejos.
–No he dicho eso –dijo.
–No lo ha dicho.
–¿Y cuando tenga que hacer un aterrizaje forzoso con el aeroplano –dijo–, aterrizará de una manera un poco diferente esta vez?
–Diferente, sí.
–¿Un poco más difícil?
–Veré lo que se puede hacer.
–¿Y yo seré despedido fuera y todo lo demás muy bien?
–Las posibilidades son a favor.
Miró la colina donde no había tumba. Miré la misma colina. Y quizá pensó cavarla allí.
Contempló hacia atrás el camino, las montañas y el mar que no se podía ver más allá de las montañas y un continente más allá del mar.
–Usted está hablando de un buen día.
–El mejor.
–Y una buena hora y un buen segundo.
–Realmente, nada mejor.
–Vale la pena pensarlo.
Dejó la mano en el estribo, sin inclinarse, aunque pro­bando, sintiendo, tocando, trémulo, indeciso. Pero los ojos se le movieron pasando a la plena luz de la luna africana.
–Sí.
–¿Sí? –dije.
–Creo que voy a aprovechar que usted me lleva.
Esperé a que el corazón me latiera una vez, después me estiré y abrí la puerta.
Silenciosamente se subió al asiento delantero y se sentó y cerró con calma la puerta sin golpearla. Se sentó allí, muy viejo y muy cansado. Esperé.
–Póngalo en marcha –dijo.
Puse el motor en marcha y lo moderé.
–Hágale dar la vuelta –dijo.
Di la vuelta de modo que el camión retrocedió.
–¿Es realmente –dijo–  un camión de esa clase?
–Sí, es un camión de esa clase.
Miró la tierra y las montañas y la casa distante.
Esperé, aminorando la marcha.
–Cuando lleguemos allí –dijo–, ¿se acordará usted de algo...?
–Trataré.
–Hay una montaña –dijo, y se detuvo y allí se quedó sentado, la boca quieta, y no siguió.
Pero yo seguí por él. Hay una montaña en África lla­mada Kilimanjaro, pensé. Y en la ladera occidental de esa montaña apareció una vez el cuerpo seco y congelado de un leopardo. Nadie explicó nunca qué buscaba el leopardo a esa altura.
Lo subiremos a usted a la misma ladera del Kilimanja­ro, pensé, cerca del leopardo, y escribiremos su nombre y debajo de él pondremos que nadie supo lo que andaba haciendo allá arriba, pero que ahí está. Y las fechas de na­cimiento y muerte, y bajaremos hacia la hierba del calien­te verano y sólo dejaremos que los guerreros negros y los cazadores blancos y los veloces okapis conozcan la tumba.
El viejo se protegió los ojos para mirar el camino que caracoleaba en las colinas. Asintió.
–Vamos –dijo.
–Sí, Papá –dije.
Y arrancamos, yo en el volante, conduciendo despacio, y el viejo a mi lado, y mientras bajábamos la primera colina y llegábamos a lo alto de la siguiente, el sol terminó de salir y el viento olía a fuego. Corrimos como un león por el pasto alto. Ríos y arroyos salpicaban. Yo hubiera querido detenerme una hora y vadear un arroyo, pescar, tenderme a la orilla mientras el pescado se freía y hablar o no. Pero si nos deteníamos quizá no siguiéramos de nuevo. Le metí al motor. Se oyó un enorme, salvaje, pas­moso rugido animal. El viejo sonrió, burlón.
–¡Va a ser un gran día! –gritó.
–Un gran día.
De vuelta en el camino, pensé: ¿cómo será entonces, cuando hayamos desaparecido? ¿Y cuando nos hayamos ido? Y el camino vacío. Sun Valley tranquilo al sol. ¿Cómo será cuando nos hayamos ido?
Aceleré hasta noventa.
Los dos chillábamos como chicos.
Después ya no supe nada.
–Santo Dios –dijo el hombre hacia el final–. ¿Sabe? Creo que estamos... volando.

LOS ASESINOS - ERNEST HEMINGWAY


La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
      —¿Qué van a pedir? —les preguntó George.
      —No sé —dijo uno de ellos—. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
      —Qué sé yo —respondió Al—, no sé.
      Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
      —Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas —dijo el primero.
      —Todavía no está listo.
      —¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?
      —Esa es la cena —le explicó George—. Puede pedirse a partir de las seis.
      George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
      —Son las cinco.
      —El reloj marca las cinco y veinte —dijo el segundo hombre.
      —Adelanta veinte minutos.
      —Bah, a la mierda con el reloj —exclamó el primero—. ¿Qué tenés para comer?
      —Puedo ofrecerles cualquier variedad de sánguches —dijo George—, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife.
      —A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
      —Esa es la cena.
      —¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
      —Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado...
      —Jamón con huevos —dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
      —Dame tocino con huevos —dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
      —¿Hay algo para tomar? —preguntó Al.
      —Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas —enumeró George.
      —Dije si tenés algo para tomar.
      —Sólo lo que nombré.
      —Es un pueblo caluroso este, ¿no? —dijo el otro— ¿Cómo se llama?
      —Summit.
      —¿Alguna vez lo oíste nombrar? —preguntó Al a su amigo.
      —No —le contestó éste.
      —¿Qué hacen acá a la noche? —preguntó Al.
      —Cenan —dijo su amigo—. Vienen acá y cenan de lo lindo.
      —Así es —dijo George.
      —¿Así que creés que así es? —Al le preguntó a George.
      —Seguro.
      —Así que sos un chico vivo, ¿no?
      —Seguro —respondió George.
      —Pues no lo sos —dijo el otro hombrecito—. ¿No cierto, Al?
      —Se quedó mudo —dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: —¿Cómo te llamás?
      —Adams.
      —Otro chico vivo —dijo Al—. ¿No, Max, que es vivo?
      —El pueblo está lleno de chicos vivos —respondió Max.
      George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
      —¿Cuál es el suyo? —le preguntó a Al.
      —¿No te acordás?
      —Jamón con huevos.
      —Todo un chico vivo —dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
      —¿Qué mirás? —dijo Max mirando a George.
      —Nada.
      —Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
      —En una de esas lo hacía en broma, Max —intervino Al.
      George se rió.
      —Vos no te rías —lo cortó Max—. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés?
      —Está bien —dijo George.
      —Así que pensás que está bien —Max miró a Al—. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
      —Ah, piensa —dijo Al. Siguieron comiendo.
      —¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? —le preguntó Al a Max.
      —Ey, chico vivo —llamó Max a Nick—, andá con tu amigo del otro lado del mostrador.
      —¿Por? —preguntó Nick.
      —Porque sí.
      —Mejor pasá del otro lado, chico vivo —dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
      —¿Qué se proponen? —preguntó George.
      —Nada que te importe —respondió Al—. ¿Quién está en la cocina?
      —El negro.
      —¿El negro? ¿Cómo el negro?
      —El negro que cocina.
      —Decile que venga.
      —¿Qué se proponen?
      —Decile que venga.
      —¿Dónde se creen que están?
      —Sabemos muy bien donde estamos —dijo el que se llamaba Max—. ¿Parecemos tontos acaso?
      —Por lo que decís, parecería que sí —le dijo Al—. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? —y luego a George— Escuchá, decile al negro que venga acá.
      —¿Qué le van a hacer?
      —Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
      George abrió la portezuela de la cocina y llamó: —Sam, vení un minutito.
      El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
      —¿Qué pasa? —preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
      —Muy bien, negro —dijo Al—. Quedate ahí.
      El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
       —Sí, señor —dijo. Al bajó de su taburete.
      —Voy a la cocina con el negro y el chico vivo —dijo—. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo.
      El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.
      —Bueno, chico vivo —dijo Max con la vista en el espejo—. ¿Por qué no decís algo?
      —¿De qué se trata todo esto?
      —Ey, Al —gritó Max—. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
      —¿Por qué no le contás? —se oyó la voz de Al desde la cocina.
      —¿De qué creés que se trata?
      —No sé.
      —¿Qué pensás?
      Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
      —No lo diría.
      —Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
      —Está bien, puedo oírte —dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos—. Escuchame, chico vivo —le dijo a George desde la cocina—, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda —parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
      —Decime, chico vivo —dijo Max—. ¿Qué pensás que va a pasar?
      George no respondió.
      —Yo te voy a contar —siguió Max—. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
      —Sí.
      —Viene a comer todas las noches, ¿no?
      —A veces.
      —A las seis en punto, ¿no?
      —Si viene.
      —Ya sabemos, chico vivo —dijo Max—. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
      —De vez en cuando.
      —Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine.
      —¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
      —Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
      —Y nos va a ver una sola vez —dijo Al desde la cocina.
      —¿Entonces por qué lo van a matar? —preguntó George.
      —Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
      —Callate —dijo Al desde la cocina—. Hablás demasiado.
      —Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
      —Hablás demasiado —dijo Al—. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
      —¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
      —Uno nunca sabe.
      —En un convento judío. Ahí estuviste vos.
      George miró el reloj.
      —Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo?
      —Sí —dijo George—. ¿Qué nos harán después?
      —Depende —respondió Max—. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
      George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
      —Hola, George —saludó—. ¿Me servís la cena?
      —Sam salió —dijo George—. Volverá alrededor de una hora y media.
      —Mejor voy a la otra cuadra —dijo el chofer.
      George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
      —Estuviste bien, chico vivo —le dijo Max—. Sos un verdadero caballero.
      —Sabía que le volaría la cabeza —dijo Al desde la cocina.
      —No —dijo Max—, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
      A las siete menos cinco George habló:
      —Ya no viene.
      Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.
      —El chico vivo puede hacer de todo —dijo Max—. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
      —¿Sí? —dijo George— Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
      —Le vamos a dar otros diez minutos —repuso Max.
      Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
      —Vamos, Al —dijo Max—. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
      —Mejor esperamos otros cinco minutos —dijo Al desde la cocina.
      En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
      —¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? —lo increpó el hombre—. ¿Acaso no es un restaurante esto? —luego se marchó.
      —Vamos, Al —insistió Max.
      —¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
      —No va a haber problemas con ellos.
      —¿Estás seguro?
      —Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
      —No me gusta nada —dijo Al—. Es imprudente, vos hablás demasiado.
      —Uh, qué te pasa —replicó Max—. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
      —Igual hablás demasiado —insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas.
      —Adios, chico vivo —le dijo a George—. La verdad que tuviste suerte.
      —Es cierto —agregó Max—, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
      Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
      —No quiero que esto vuelva a pasarme —dijo Sam—. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
      Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca.
      —¿Qué carajo...? —dijo pretendiendo seguridad.
      —Querían matar a Ole Andreson —les contó George—. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
      —¿A Ole Andreson?
      —Sí, a él.
      El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
      —¿Ya se fueron? —preguntó.
      —Sí —respondió George—, ya se fueron.
      —No me gusta —dijo el cocinero—. No me gusta para nada.
      —Escuchá —George se dirigió a Nick—. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
      —Está bien.
      —Mejor que no tengas nada que ver con esto —le sugirió Sam, el cocinero—. No te conviene meterte.
      —Si no querés no vayas —dijo George.
      —No vas a ganar nada involucrándote en esto —siguió el cocinero—. Mantenete al margen.
      —Voy a ir a verlo —dijo Nick—. ¿Dónde vive?
      El cocinero se alejó.
      —Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer —dijo.
      —Vive en la pensión Hirsch —George le informó a Nick.
      —Voy para allá.
      Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
      —¿Está Ole Andreson?
      —¿Querés verlo?
      —Sí, si está.
      Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
      —¿Quién es?
      —Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson —respondió la mujer.
      —Soy Nick Adams.
      —Pasá.
      Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
      —¿Qué pasó? —preguntó.
      —Estaba en lo de Henry —comenzó Nick—, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
      Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
      —Nos metieron en la cocina —continuó Nick—. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
      Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
      —George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
      —No hay nada que yo pueda hacer —Ole Andreson dijo finalmente.
      —Le voy a decir cómo eran.
      —No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: —Gracias por venir a avisarme.
      —No es nada.
      Nick miró al grandote que yacía en la cama.
      —¿No quiere que vaya a la policía?
      —No —dijo Ole Andreson—. No sería buena idea.
      —¿No hay nada que yo pudiera hacer?
      —No. No hay nada que hacer.
      —Tal vez no lo dijeron en serio.
      —No. Lo decían en serio.
      Ole Andreson volteó hacia la pared.
      —Lo que pasa —dijo hablándole a la pared— es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
      —¿No podría escapar de la ciudad?
      —No —dijo Ole Andreson—. Estoy harto de escapar.
      Seguía mirando a la pared.
      —Ya no hay nada que hacer.
      —¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
      —No. Me equivoqué —seguía hablando monótonamente—. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
      —Mejor vuelvo a lo de George —dijo Nick.
      —Chau —dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick—. Gracias por venir.
      Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
      —Estuvo todo el día en su cuarto —le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras—. No debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.
      —No quiere salir.
      —Qué pena que se sienta mal —dijo la mujer—. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
      —Sí, ya sabía.
      —Uno no se daría cuenta salvo por su cara —dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal—. Es tan amable.
      —Bueno, buenas noches, Señora Hirsch —saludó Nick.
      —Yo no soy la Señora Hirsch —dijo la mujer—. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Señora Bell.
      —Bueno, buenas noches, Señora Bell —dijo Nick.
      —Buenas noches —dijo la mujer.
      Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
      —¿Viste a Ole?
      —Sí —respondió Nick—. Está en su cuarto y no va a salir.
      El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
      —No pienso escuchar nada —dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
      —¿Le contaste lo que pasó? —preguntó George.
      —Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
      —¿Qué va a hacer?
      —Nada.
      —Lo van a matar.
      —Supongo que sí.
      —Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
      —Supongo —dijo Nick.
      —Es terrible.
      —Horrible —dijo Nick.
      Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
      —Me pregunto qué habrá hecho —dijo Nick.
      —Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
      —Me voy a ir de este pueblo —dijo Nick.
      —Sí —dijo George—. Es lo mejor que podés hacer.
      —No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.
      —Bueno —dijo George—. Mejor deja de pensar en eso.

Expresión Gráfica

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En este blog se publicarán trabajos, encargos, dudas y observaciones.
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Saludos,


Gustavo Daza
Profesor